Cada cabeza es un mundo, aquí dejo un trozo del mío...

viernes, 28 de octubre de 2011

Valiente


Nuestro pequeño grupo siguió al hombre que se hacía llamar Judas hasta el monte Getsemaní. Allí esperamos unos pocos segundos hasta que se acercó al más alto de los presentes y lo besó en la mejilla, sabíamos qué hacer pues nos había dado su señal. Unos se dedicaron a apresarlo mientras los demás reteníamos a los otros once  “discípulos” como se hacían llamar, lucharon débilmente y al poco tiempo se dispersaron, huyendo para salvar sus vidas.

Ya una vez con el supuesto hijo del Dios como nuestro prisionero nos dirigimos al palacio del Sumo Sacerdote. Jesús parecía muy tranquilo. No niego que me ponía algo nervioso, no opuso ningún tipo de resistencia a su arresto más allá de increparnos por qué no había sido capturado antes e incluso esto lo dijo con dulces palabras. Una vez frente al Sumo Sacerdote se procedió a su juicio, primero permaneció callado, solo escuchando las acusaciones en su contra, cuando el Sumo Sacerdote le preguntó directamente si era el hijo de Dios no lo negó, al parecer el hombre tenía ganas de morir.

Se decidió llevar al prisionero frente a Pilatos a la mañana siguiente, unos pocos fuimos elegidos para su custodia, no puedo decir que me alegrara particularmente el honor. Jesús caminaba de un lado a otro en su celda y no creo que haya dormido en toda la noche, en un momento nuestras miradas se cruzaron y tras su supuesta calma pude detectar el terror que sentían los hombres inteligentes al saber cercana una muerte dolorosa. No lo comprendía, si tanto miedo tenía, ¿por qué simplemente no negaba las acusaciones? Seguramente la vida propia valía más que cualquier creencia insensata que pudiera tener.

Al salir el sol se cumplió con lo acordado y ante Pilatos fue presentado el cautivo. Al interrogarle si era verdaderamente el hijo de Dios pensé que finalmente decidiría negarlo todo y salvarse, pero una vez más el judío me sorprendió al contestar con un escueto “Sí, tú mismo lo dices” muchos más cargos siguieron por parte de los sacerdotes pero el acusado parecía no escucharlo, su mirada clavada en algún punto indefinido frente a él, con postura erguida y rostro calmo, nadie pensaría que él podría morir si así Pilatos lo decidía.

Mi atención estaba dividida entre el prisionero y Pilatos cuando este resolvió darle la decisión de la vida del hombre a la multitud, se salvaría él o Barrabás. La sorpresa fue evidente en el rostro del Prefecto cuando comenzó la gritería pidiendo la crucifixión de Jesús de Nazaret. La influencia de los sacerdotes era evidente, porque aunque blasfemo, el de Nazaret era inocente, mientras sobre Barrabás los crímenes abundaban. Pilatos trató de convencerlos de cambiar de parecer, pero la multitud estaba decidida así que lavándose las manos, quitándose la responsabilidad por la vida del hombre soltó a Barrabás y a Jesús lo llevaron para ser azotado.

Los primeros azotes fueron silenciosos por parte del prisionero, con la mandíbula fuertemente apretada arqueaba la espalda con cada golpe de los romos clavos atados al látigo. Ya luego de los primeros veinte cayó de rodillas y comenzaron a escapar gritos de sus labios, pero en ningún momento pidió piedad ni cambió su testimonio, tragué saliva ante su fuerza de voluntad. Cuando terminaron los azotes su mirada, aunque débil por el agotamiento, era determinada.

La procesión con la cruz fue una de las peores que he visto. Los guardias con los que yo mismo había compartido en numerosas oportunidades se mofaban de él e incluso le pusieron una corona de espinas. Abucheado y despreciado por muchos, llorado por otros cuantos, Jesús de Nazaret recorrió el camino hasta el Gólgota con la cruz a sus espaldas a veces ayudado por un hombre elegido entre la multitud
Rasgaron sus vestiduras y lo clavaron en la cruz entre dos criminales. Extraños sentimientos se revolvieron en mi pecho: pesar, culpa, lástima por el hombre que sufre una muerte lenta y agoniza clavado a una enorme cruz de madera con el título “Rey de los Judíos” escrito sobre su cabeza. Su madre llora entre el público y mi pecho se revuelve aún más, siento nauseas y ganas de huir de allí o de olvidar todo lo que he presenciado, olvidar lo que he sido partícipe estos dos días.

Las dudas nublan mi mente mientras lo bajan de la cruz y su madre se tiende a llorar sobre su cuerpo sin vida. No sé si realmente era el hijo de Dios, un profeta o simplemente un demente. No sé si es cierto los supuestos milagros que él realizó, no sé si la oscuridad que ahora se cierne sobre nosotros es prueba de la naturaleza del crucificado, solo sé que Jesús de Nazaret fue un hombre muy fuerte, con convicción en sus creencias, con mucho amor por su gente, pero por sobre todas las cosas, fue valiente.

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